sábado, 28 de julio de 2012

EL ARENAL ® cuento nuevo

   Una cicatriz de nube corría sobre su propia sombra, como una alimaña huyendo de este país seco de un pálidoamarillo. En esta parte del mundo, el viento se comía las piedras y las montañas se ocultaban tras las tormentas de arena. El desierto, un arenal derramado de silencio y extensión.

   Cuando el tren nadaba sobre la manta seca, era una negra serpiente segura de su rumbo. Los rieles, ocultos bajo la arena, asomaban a cada paso, desnudados por el mismo viento que más adelante los volvía a cubrir una y otra vez. La locomotora, transpirada de vapor y alquitrán, estremecida, mantenía su furia y penetraba esa extensión de la nada. Desde el exterior el aire caliente soplaba en la cara del único pasajero presente en los tres vagones de la formación.

   Él hubiera querido no haber subido a ese tren del infierno, pensaba contrariado, pero se imponía cumplir estrictamente la misión de verificar y corroborar un dato muy discutido en los mapas camineros del norte. Para ello, debía llegar a un paraje de existencia dudosa, como el camino que buscaba. La ingeniería de caminos apasionaba al joven profesional, ansioso por ver el trazado en cuestión. La discusión en la oficina de la capital le había parecido fastidiosa, de poca seriedad y, en el último de los casos, pensaba que ese error de trazado se debería a la desprolijidad de algún antiguo ingeniero, ya olvidado, desde la época del trazado caminero, hacía ya muchos años.

   ¡Un camino existe, o no! Según él, que un mapa rutero indicara un trazado y otro moderno no, parecía una broma que había que dar por terminada y definir de una buena vez esa línea de casi 380 kilómetros, dibujada a escala, en poco más de cuatro centímetros cuadrados de papel, hacía más de cuarenta años atrás. ¿No podía haberse evaporado?

   Su ubicación remota lo cargaba de más misterio aún, pues bordeaba gran parte de las estribaciones del Valle de la Luna, esa región llamada Ischigualasto. Además los registros de la época no eran claros, los escasos datos se contradecían, y no quedaba nadie vivo que hubiera actuado en su trazado o construcción.

   _Camino interprovincial nº 150 de Ischigualasto a Jachal -San Juan_, dijo uno riendo y algunos juraban que no existía, que era nada más que una huella de cabras, todos bromeaban ante esta duda, pero a nadie parecía importarle mucho.

   _Rogelio, usted debería viajar, ni una palabra más, cuanto antes sale para San Juan_,     Sentenció el ingeniero en jefe.

   Un paisano asustadizo le negó con la cabeza, lo miró raro, como si su pregunta fuera desmesuradamente obscena, apurada por la prepotencia propia de quien desconoce y subestima a la gente del desierto, a sus tiempos y silencios. El paisano no le contestó, muy indiferente y casi enojado se alejó como tantos otros en el pueblo, pues en Jachal a nadie parecía interesarle aquel camino.

   Él ingeniero anduvo todo el día después de dejar el tren y, ya casi sobre la noche, donde lo hospedaron, obtuvo una rara respuesta sobre el trabajo que lo había llevado tan lejos. En el patio de la pensión, un viejo panadero del pueblo que dormitaba sentado esperando la hora de cenar, escuchó las preguntas del ingeniero y, luchando contra la modorra, previno al recién llegado sin saludo ni preámbulo alguno:

   _ Recorrer ese camino hacia el este es un gran error_, le dijo._ La gente se pierde irremediablemente y nunca nadie llegó a ninguna parte, ni ha regresado jamás de ese camino, algunos esperan en el apronte a sus seres perdidos. Allí, donde el rumbo se borra en el arenal, muchos fieles a la espera suelen poner algunas florcitas crecidas en las fertilidades de Jachal por si acaso alguno hubiese muerto, pero la gente espera a los perdidos día tras día en vano, ya que nunca nadie volvió.

   El panadero lanzó así como un relámpago las causas y se quedó mirando sin dar las razones, esperando.

   El ingeniero, acalorado por la racionalidad disparada en su mente, violenta como un piedrazo y alimentada por la furia que le provocaba la tranquila y disparatada respuesta del viejo, varias veces quiso interrumpirlo, pero respetó las lentas pausas del viejo.

   _Hay que recorrerlo viniendo desde el este_, explicó,_Nunca en sentido contrario, mire, joven, el Pacífico hace su bajamar hacia el oeste y ése es el rumbo a tomar, es la única manera en que el camino se muestra.

   El ingeniero recordó sus estudios de geología, escuchó sin saber a donde iba el panadero y sin entender la relación del mar con el camino, pero a pesar de su enojo algo lo seducía del relato pausado de aquel hombre.

   _El desierto,_ siguió el viejo,_donde algunos dicen que ese camino está, lo dejó el mar. Hace muchos milenios las aguas llegaron hasta Ischigualsto y se quedaron un largo tiempo, después se fueron retirando muy de a poco, dejando este inmenso arenal. Parece cosa rara pero es así, joven, créame.

   _Sí, esa historia la estudié y sé que el mar estuvo por aquí, pero lo del camino no lo entiendo, ¿por qué no puedo recorrerlo hacia el este?

   _Ya le dije, la gente se pierde.

   _Bueno, pero yo tengo los instrumentos para que eso no suceda._habló el ingeniero, a punto de perder la paciencia

_ Mire, señor, allá en Baldecitos, muy cerca del Valle de la Luna, vive don Riva, el último caminero de aquella época que aún vive, el hombre fue dinamitero, hace algo más de cincuenta años, con la gente que hizo los caminos de esta región, él le puede explicar.

   Y le repitió: _ Recuerde, sólo se puede recorrer viniendo del este, hay que andarlo de acuerdo al sentido de la bajamar, hacia el oeste, pues alguna energía cambió el sentido y el eje de las cosas, las estrellas desorientaron y ya nada se vio igual, el sol rueda el horizonte sin despegarse de él, las sombras giran alrededor de uno como las agujas de un reloj, quizás por eso hasta los pájaros se pierden volando hacia el este.

   El ingeniero se quedó callado, lo último que escuchó lo enmudeció, se dio cuenta de que no podía con la lógica cerrada de su interlocutor. La cara de la resignación y sus causas lo miraban, sus preguntas sobre el camino pertenecían a otra dialéctica, a otro universo del razonamiento. Miró a los ojos del viejo sosteniendo su mirada, el panadero no pestañeaba siquiera, su aplomo y su pausada habla lo eximían de toda sospecha de demencia. Pero, a pesar de eso, el joven ingeniero le desconfiaba como a un cuentero y le preguntó:

_ ¿Y cómo llego a Baldecitos si no puedo ir hacia el este?

   Después de la pregunta entendió sorprendido de sí mismo que el viejo había depositado toda la duda en su interior y que, a partir de la respuesta que esperaba, su viaje estaría plagado de incertidumbre.

_ Eso es simple, _ Contestó el panadero, _ aunque hay que rodear el desierto, tiene que viajar hacia el norte, hasta Villa Unión en La Rioja, después bajar hacia el sudeste hasta Baldecitos, el paraje está muy cercano a Ischigualasto, ahí mismo vive don Riva, está muy viejo el hombre, pero él fue el único que pudo volver de aquella exploración sin perder la cordura, él le puede contar y va a ver que yo no es mentira lo que hoy le digo.

   El ingeniero bajó la vista, se sintió un poco avergonzado y con su desconfianza expuesta.

   Al amanecer del día siguiente, la gente salía a cosechar la cebolla. Jachal, desde temprano, era abandonada hacia las tierras negras y húmedas cobijadas por la precordillera. El joven ingeniero no podía dejar aquel pueblo sin ver aquello que todos llamaban “el apronte”. Muy cerca en las afueras del caserío lo encontró, no era más que un pedregoso y angosto desvío de apenas tres metros de ancho. El joven, curioso, lo anduvo unos dos kilómetros hasta que el rumbo se perdía en el arenal como un espinazo apenas desenterrado por el viento, sinuoso y contorsionado como una lagartija sorprendida por la muerte.

   El hombre, en esa intemperie desconocida, se sintió infinitamente vulnerable, desprotegido por su pensamiento racional, era solo un camino que se desvanecía y nada más. Trataba de pensar en esa frontera diluida, anduvo algunos pasos y reconoció un montículo de piedras con flores amarillas. En esa presencia de lo que parecía un altar de olvidos más que de recuerdos, tuvo frío, bajo el sol implacable y alto de esa mañana, sintió que el aire que respiraba le dejaba un sentimiento ajeno, cargado de ausencias desconocidas que entraban hasta lo más hondo de su pecho.

   Cuando la brisa cálida llegaba del este, su brújula señalaba como una fatalidad las vértebras del espinazo tendidas en el arenal, un preanuncio de la muerte de la racionalidad. El hombre olvidó su trabajo, su conocimiento, su historia y la del propio camino, desnudo de todo, estaba perdido en el más primitivo de sus miedos.

   Desde una tormenta de arenas rojas, como el ocaso, entre grandes remolinos de viento, apareció un hombre alto, muy delgado. Caminaba hacia el ingeniero con un andar apacible y seguro, cada tanto bajaba la cabeza para ver por donde pisaba, la ropa flameaba a un lado y otro, violenta, en total contraste con el andar suave de este hombre alto saliendo de aquella tormenta aparecida. De pelo canoso y piel oscura bien curtida por el sol, las arrugas profundas de su rostro acompañaban un gesto franco y bondadoso, pleno de paz, sus ojos vivos y claros, se posaron en los del ingeniero, entonces llegó también con el hombre su respiración agitada por el esfuerzo, extendió su mano y se presentó.

_ Soy Joaquín Riva, mucho gusto.

   El ingeniero se calmó ante este hombre sin advertir su nombre, sintió alivio en su pecho, su sorpresa se desvaneció por la presencia de ese rostro que le sonreía y esa mano áspera y tibia que ahuyentó lejos su tremenda orfandad.

_ Soy Rogelio Luna de Buenos Aires. _ le respondió. _Soy ingeniero y …

_ Sí, usted busca el camino 150.

_ ¿Cómo sabe?

_ Lo sé por mi amigo Elías, el panadero de Jachal, los dos sabíamos que usted intentaría ir a buscarme por este camino y no por el norte, por eso vine a pedirle que no siga.

   El ingeniero apuró sus preguntas sin soltarle la mano.

_ Pero yo hablé con el panadero ayer a la tarde y entre usted y yo debería haber más de 380 kilómetros, y usted esta acá frente a mí, en el final del camino, ¿acaso caminó toda la noche por este desierto?_ dijo con ironía.

_ No, joven, eso es lo que usted no entiende, yo estoy a penas a unos pasos de Ischigualasto, aquel rojo que se ve en el horizonte es la muralla roja del Valle de la Luna, estoy  casi a la misma distancia de esa muralla que a la que usted está de Jachal.

   El ingeniero se enfureció, soltó la mano de Riva y fue ofensivo con el anciano caminero.

   _ ¡Ustedes están locos de tanta ignorancia! _le gritó,_ ¡este desierto los trastornó y ya no distinguen la realidad!

   _No se enoje, si usted me escucha, tiene una forma de comprobar esto que le digo…

   _ ¿Cómo, creyéndoles a dos viejos supersticiosos y llenos de miedo?

   _ ¿Miedo… y usted, acaso no tiene miedo? Sus manos están frías y hasta hace un momento le costaba respirar, todos le tememos a algo, por eso lo entiendo, pero si usted sigue hacia el este, se perderá.

   La ropa del viejo era manoseada por el viento que soplaba violento a sus espaldas, algo más parecía decirle al ingeniero que no siga hacia el este.

   _ Se perderá, ¡créame!_ Le dijo Riva.

   _ Tengo que inspeccionar este camino, es mi trabajo.

   _ Mire, le propongo que avance sólo unos pasos, yo estaré cerca después usted solo entenderá y regresará enseguida a Jachal.

   El ingeniero se sintió provocado por la sonrisa del caminero, entonces recorrió desafiante y burlón unos cuantos pasos, se dio vuelta con los brazos abiertos y exultante le preguntó:  _¿ Y,… qué pasa,… y ahora?

   El viejo seguía sonriendo en silencio, castigado por el viento, ahora feroz. El ingeniero, por su parte, esperó algo del anciano, pero nada. Otra vez esa forma de angustia entraba en sus pulmones y lo apretaba contra sí, como un puño. Recorrió, con la mirada el alrededor de su presencia en ese remoto arenal, la imagen del viejo caminero frente a él. Ahora se le ocurría espectral, como una alucinación, con el vapor y la transparencia de un espejismo.

   Estaba perdido en el desierto, sin referencias ni señal alguna para orientarse. El sol giraba al ras del horizonte en una ronda burlona y trágica, la brújula giraba acompañando a su propia sombra como dos agujas hermanas y perdidas. A contradanza, la banal memoria de su existencia lo abandonaba, huía de él. Entonces, regresó sobre sus pasos como pudo, con mucho esfuerzo, pisando caracolas y espuma de mar que se iba, retirándose en una bajamar presurosa, era el camino que debía seguir. El mar abandonaba el arenal hacia el oeste y el sol estaba en lo alto, como debía ser.

   Avergonzado por un raro afán de gratitud hacia el caminero Riva, reconoció el sinuoso espinazo entrando en el apronte del camino, pero Joaquín Riva ya no estaba, se dio la vuelta y vio la mansa y delgada figura que se alejaba hacia el este, perdiéndose otra vez en la tormenta roja, continuó regresando casi apurado, pasó junto al montículo con las flores amarillas de los perdidos y pudo, por fin, ver a lo lejos los altos álamos en los cultivos de Jachal.

   Como una señal de fuego que aún le quemaba la razón, se quedó abstraído, inverso, en dirección opuesta a su vida, entrando en él como el viento del desierto. El hombre había decidido abandonar la búsqueda del camino perdido, el misterioso camino provincial 150 giraba en un círculo de pensamientos que orbitaban descontrolados en la cabeza de Rogelio Luna. Recordó las furiosas y antiguas cuestiones de la geología, los mares y las estrellas en furibunda pugna acomodando los huesos de la tierra, le pareció ver más de una luna alumbrando esos tiempos, también pensó en cuántos serían los perdidos de este mundo. El mismo sentía estarlo, situó al caminero Riva deambulando perdido en una frontera que no definía ni el tiempo ni los territorios, sino todo lo contrario, pues expandía un espacio improbable y ausente, donde no estaba solo. Caminaban con él los perdidos del arenal y todos los que intentaban, de alguna forma, crear un camino.

   Esa tarde en la estación de Jachal, poco antes de partir a la capital, el ingeniero Luna pensó un telegrama definitorio, sin saber muy bien porqué, deseaba proteger el misterio de aquel desarreglo entre tiempo y espacio.

   Recordó los ojos apacibles y bondadosos del caminero Riva.

   Entonces le dictó al telegrafista:

   Impriman la nueva cartografía, punto

   Camino 150, confirmado, punto

   Orientación este-oeste, punto

   Longitud 380 Km., punto

   Estoy volviendo, punto

   Rogelio, punto

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