C U E N T A R I O S U R
RELATOS-GRABADOS-DIBUJOS De Rodolfo Camacho - ARGENTINA
sábado, 28 de julio de 2012
EL ARENAL ® cuento nuevo
Una cicatriz de nube corría sobre su propia sombra, como una alimaña huyendo de este país seco de un pálidoamarillo. En esta parte del mundo, el viento se comía las piedras y las montañas se ocultaban tras las tormentas de arena. El desierto, un arenal derramado de silencio y extensión.
Cuando el tren nadaba sobre la manta seca, era una negra serpiente segura de su rumbo. Los rieles, ocultos bajo la arena, asomaban a cada paso, desnudados por el mismo viento que más adelante los volvía a cubrir una y otra vez. La locomotora, transpirada de vapor y alquitrán, estremecida, mantenía su furia y penetraba esa extensión de la nada. Desde el exterior el aire caliente soplaba en la cara del único pasajero presente en los tres vagones de la formación.
Él hubiera querido no haber subido a ese tren del infierno, pensaba contrariado, pero se imponía cumplir estrictamente la misión de verificar y corroborar un dato muy discutido en los mapas camineros del norte. Para ello, debía llegar a un paraje de existencia dudosa, como el camino que buscaba. La ingeniería de caminos apasionaba al joven profesional, ansioso por ver el trazado en cuestión. La discusión en la oficina de la capital le había parecido fastidiosa, de poca seriedad y, en el último de los casos, pensaba que ese error de trazado se debería a la desprolijidad de algún antiguo ingeniero, ya olvidado, desde la época del trazado caminero, hacía ya muchos años.
¡Un camino existe, o no! Según él, que un mapa rutero indicara un trazado y otro moderno no, parecía una broma que había que dar por terminada y definir de una buena vez esa línea de casi 380 kilómetros, dibujada a escala, en poco más de cuatro centímetros cuadrados de papel, hacía más de cuarenta años atrás. ¿No podía haberse evaporado?
Su ubicación remota lo cargaba de más misterio aún, pues bordeaba gran parte de las estribaciones del Valle de la Luna, esa región llamada Ischigualasto. Además los registros de la época no eran claros, los escasos datos se contradecían, y no quedaba nadie vivo que hubiera actuado en su trazado o construcción.
_Camino interprovincial nº 150 de Ischigualasto a Jachal -San Juan_, dijo uno riendo y algunos juraban que no existía, que era nada más que una huella de cabras, todos bromeaban ante esta duda, pero a nadie parecía importarle mucho.
_Rogelio, usted debería viajar, ni una palabra más, cuanto antes sale para San Juan_, Sentenció el ingeniero en jefe.
Un paisano asustadizo le negó con la cabeza, lo miró raro, como si su pregunta fuera desmesuradamente obscena, apurada por la prepotencia propia de quien desconoce y subestima a la gente del desierto, a sus tiempos y silencios. El paisano no le contestó, muy indiferente y casi enojado se alejó como tantos otros en el pueblo, pues en Jachal a nadie parecía interesarle aquel camino.
Él ingeniero anduvo todo el día después de dejar el tren y, ya casi sobre la noche, donde lo hospedaron, obtuvo una rara respuesta sobre el trabajo que lo había llevado tan lejos. En el patio de la pensión, un viejo panadero del pueblo que dormitaba sentado esperando la hora de cenar, escuchó las preguntas del ingeniero y, luchando contra la modorra, previno al recién llegado sin saludo ni preámbulo alguno:
_ Recorrer ese camino hacia el este es un gran error_, le dijo._ La gente se pierde irremediablemente y nunca nadie llegó a ninguna parte, ni ha regresado jamás de ese camino, algunos esperan en el apronte a sus seres perdidos. Allí, donde el rumbo se borra en el arenal, muchos fieles a la espera suelen poner algunas florcitas crecidas en las fertilidades de Jachal por si acaso alguno hubiese muerto, pero la gente espera a los perdidos día tras día en vano, ya que nunca nadie volvió.
El panadero lanzó así como un relámpago las causas y se quedó mirando sin dar las razones, esperando.
El ingeniero, acalorado por la racionalidad disparada en su mente, violenta como un piedrazo y alimentada por la furia que le provocaba la tranquila y disparatada respuesta del viejo, varias veces quiso interrumpirlo, pero respetó las lentas pausas del viejo.
_Hay que recorrerlo viniendo desde el este_, explicó,_Nunca en sentido contrario, mire, joven, el Pacífico hace su bajamar hacia el oeste y ése es el rumbo a tomar, es la única manera en que el camino se muestra.
El ingeniero recordó sus estudios de geología, escuchó sin saber a donde iba el panadero y sin entender la relación del mar con el camino, pero a pesar de su enojo algo lo seducía del relato pausado de aquel hombre.
_El desierto,_ siguió el viejo,_donde algunos dicen que ese camino está, lo dejó el mar. Hace muchos milenios las aguas llegaron hasta Ischigualsto y se quedaron un largo tiempo, después se fueron retirando muy de a poco, dejando este inmenso arenal. Parece cosa rara pero es así, joven, créame.
_Sí, esa historia la estudié y sé que el mar estuvo por aquí, pero lo del camino no lo entiendo, ¿por qué no puedo recorrerlo hacia el este?
_Ya le dije, la gente se pierde.
_Bueno, pero yo tengo los instrumentos para que eso no suceda._habló el ingeniero, a punto de perder la paciencia
_ Mire, señor, allá en Baldecitos, muy cerca del Valle de la Luna, vive don Riva, el último caminero de aquella época que aún vive, el hombre fue dinamitero, hace algo más de cincuenta años, con la gente que hizo los caminos de esta región, él le puede explicar.
Y le repitió: _ Recuerde, sólo se puede recorrer viniendo del este, hay que andarlo de acuerdo al sentido de la bajamar, hacia el oeste, pues alguna energía cambió el sentido y el eje de las cosas, las estrellas desorientaron y ya nada se vio igual, el sol rueda el horizonte sin despegarse de él, las sombras giran alrededor de uno como las agujas de un reloj, quizás por eso hasta los pájaros se pierden volando hacia el este.
El ingeniero se quedó callado, lo último que escuchó lo enmudeció, se dio cuenta de que no podía con la lógica cerrada de su interlocutor. La cara de la resignación y sus causas lo miraban, sus preguntas sobre el camino pertenecían a otra dialéctica, a otro universo del razonamiento. Miró a los ojos del viejo sosteniendo su mirada, el panadero no pestañeaba siquiera, su aplomo y su pausada habla lo eximían de toda sospecha de demencia. Pero, a pesar de eso, el joven ingeniero le desconfiaba como a un cuentero y le preguntó:
_ ¿Y cómo llego a Baldecitos si no puedo ir hacia el este?
Después de la pregunta entendió sorprendido de sí mismo que el viejo había depositado toda la duda en su interior y que, a partir de la respuesta que esperaba, su viaje estaría plagado de incertidumbre.
_ Eso es simple, _ Contestó el panadero, _ aunque hay que rodear el desierto, tiene que viajar hacia el norte, hasta Villa Unión en La Rioja, después bajar hacia el sudeste hasta Baldecitos, el paraje está muy cercano a Ischigualasto, ahí mismo vive don Riva, está muy viejo el hombre, pero él fue el único que pudo volver de aquella exploración sin perder la cordura, él le puede contar y va a ver que yo no es mentira lo que hoy le digo.
El ingeniero bajó la vista, se sintió un poco avergonzado y con su desconfianza expuesta.
Al amanecer del día siguiente, la gente salía a cosechar la cebolla. Jachal, desde temprano, era abandonada hacia las tierras negras y húmedas cobijadas por la precordillera. El joven ingeniero no podía dejar aquel pueblo sin ver aquello que todos llamaban “el apronte”. Muy cerca en las afueras del caserío lo encontró, no era más que un pedregoso y angosto desvío de apenas tres metros de ancho. El joven, curioso, lo anduvo unos dos kilómetros hasta que el rumbo se perdía en el arenal como un espinazo apenas desenterrado por el viento, sinuoso y contorsionado como una lagartija sorprendida por la muerte.
El hombre, en esa intemperie desconocida, se sintió infinitamente vulnerable, desprotegido por su pensamiento racional, era solo un camino que se desvanecía y nada más. Trataba de pensar en esa frontera diluida, anduvo algunos pasos y reconoció un montículo de piedras con flores amarillas. En esa presencia de lo que parecía un altar de olvidos más que de recuerdos, tuvo frío, bajo el sol implacable y alto de esa mañana, sintió que el aire que respiraba le dejaba un sentimiento ajeno, cargado de ausencias desconocidas que entraban hasta lo más hondo de su pecho.
Cuando la brisa cálida llegaba del este, su brújula señalaba como una fatalidad las vértebras del espinazo tendidas en el arenal, un preanuncio de la muerte de la racionalidad. El hombre olvidó su trabajo, su conocimiento, su historia y la del propio camino, desnudo de todo, estaba perdido en el más primitivo de sus miedos.
Desde una tormenta de arenas rojas, como el ocaso, entre grandes remolinos de viento, apareció un hombre alto, muy delgado. Caminaba hacia el ingeniero con un andar apacible y seguro, cada tanto bajaba la cabeza para ver por donde pisaba, la ropa flameaba a un lado y otro, violenta, en total contraste con el andar suave de este hombre alto saliendo de aquella tormenta aparecida. De pelo canoso y piel oscura bien curtida por el sol, las arrugas profundas de su rostro acompañaban un gesto franco y bondadoso, pleno de paz, sus ojos vivos y claros, se posaron en los del ingeniero, entonces llegó también con el hombre su respiración agitada por el esfuerzo, extendió su mano y se presentó.
_ Soy Joaquín Riva, mucho gusto.
El ingeniero se calmó ante este hombre sin advertir su nombre, sintió alivio en su pecho, su sorpresa se desvaneció por la presencia de ese rostro que le sonreía y esa mano áspera y tibia que ahuyentó lejos su tremenda orfandad.
_ Soy Rogelio Luna de Buenos Aires. _ le respondió. _Soy ingeniero y …
_ Sí, usted busca el camino 150.
_ ¿Cómo sabe?
_ Lo sé por mi amigo Elías, el panadero de Jachal, los dos sabíamos que usted intentaría ir a buscarme por este camino y no por el norte, por eso vine a pedirle que no siga.
El ingeniero apuró sus preguntas sin soltarle la mano.
_ Pero yo hablé con el panadero ayer a la tarde y entre usted y yo debería haber más de 380 kilómetros, y usted esta acá frente a mí, en el final del camino, ¿acaso caminó toda la noche por este desierto?_ dijo con ironía.
_ No, joven, eso es lo que usted no entiende, yo estoy a penas a unos pasos de Ischigualasto, aquel rojo que se ve en el horizonte es la muralla roja del Valle de la Luna, estoy casi a la misma distancia de esa muralla que a la que usted está de Jachal.
El ingeniero se enfureció, soltó la mano de Riva y fue ofensivo con el anciano caminero.
_ ¡Ustedes están locos de tanta ignorancia! _le gritó,_ ¡este desierto los trastornó y ya no distinguen la realidad!
_No se enoje, si usted me escucha, tiene una forma de comprobar esto que le digo…
_ ¿Cómo, creyéndoles a dos viejos supersticiosos y llenos de miedo?
_ ¿Miedo… y usted, acaso no tiene miedo? Sus manos están frías y hasta hace un momento le costaba respirar, todos le tememos a algo, por eso lo entiendo, pero si usted sigue hacia el este, se perderá.
La ropa del viejo era manoseada por el viento que soplaba violento a sus espaldas, algo más parecía decirle al ingeniero que no siga hacia el este.
_ Se perderá, ¡créame!_ Le dijo Riva.
_ Tengo que inspeccionar este camino, es mi trabajo.
_ Mire, le propongo que avance sólo unos pasos, yo estaré cerca después usted solo entenderá y regresará enseguida a Jachal.
El ingeniero se sintió provocado por la sonrisa del caminero, entonces recorrió desafiante y burlón unos cuantos pasos, se dio vuelta con los brazos abiertos y exultante le preguntó: _¿ Y,… qué pasa,… y ahora?
El viejo seguía sonriendo en silencio, castigado por el viento, ahora feroz. El ingeniero, por su parte, esperó algo del anciano, pero nada. Otra vez esa forma de angustia entraba en sus pulmones y lo apretaba contra sí, como un puño. Recorrió, con la mirada el alrededor de su presencia en ese remoto arenal, la imagen del viejo caminero frente a él. Ahora se le ocurría espectral, como una alucinación, con el vapor y la transparencia de un espejismo.
Estaba perdido en el desierto, sin referencias ni señal alguna para orientarse. El sol giraba al ras del horizonte en una ronda burlona y trágica, la brújula giraba acompañando a su propia sombra como dos agujas hermanas y perdidas. A contradanza, la banal memoria de su existencia lo abandonaba, huía de él. Entonces, regresó sobre sus pasos como pudo, con mucho esfuerzo, pisando caracolas y espuma de mar que se iba, retirándose en una bajamar presurosa, era el camino que debía seguir. El mar abandonaba el arenal hacia el oeste y el sol estaba en lo alto, como debía ser.
Avergonzado por un raro afán de gratitud hacia el caminero Riva, reconoció el sinuoso espinazo entrando en el apronte del camino, pero Joaquín Riva ya no estaba, se dio la vuelta y vio la mansa y delgada figura que se alejaba hacia el este, perdiéndose otra vez en la tormenta roja, continuó regresando casi apurado, pasó junto al montículo con las flores amarillas de los perdidos y pudo, por fin, ver a lo lejos los altos álamos en los cultivos de Jachal.
Como una señal de fuego que aún le quemaba la razón, se quedó abstraído, inverso, en dirección opuesta a su vida, entrando en él como el viento del desierto. El hombre había decidido abandonar la búsqueda del camino perdido, el misterioso camino provincial 150 giraba en un círculo de pensamientos que orbitaban descontrolados en la cabeza de Rogelio Luna. Recordó las furiosas y antiguas cuestiones de la geología, los mares y las estrellas en furibunda pugna acomodando los huesos de la tierra, le pareció ver más de una luna alumbrando esos tiempos, también pensó en cuántos serían los perdidos de este mundo. El mismo sentía estarlo, situó al caminero Riva deambulando perdido en una frontera que no definía ni el tiempo ni los territorios, sino todo lo contrario, pues expandía un espacio improbable y ausente, donde no estaba solo. Caminaban con él los perdidos del arenal y todos los que intentaban, de alguna forma, crear un camino.
Esa tarde en la estación de Jachal, poco antes de partir a la capital, el ingeniero Luna pensó un telegrama definitorio, sin saber muy bien porqué, deseaba proteger el misterio de aquel desarreglo entre tiempo y espacio.
Recordó los ojos apacibles y bondadosos del caminero Riva.
Entonces le dictó al telegrafista:
Impriman la nueva cartografía, punto
Camino 150, confirmado, punto
Orientación este-oeste, punto
Longitud 380 Km., punto
Estoy volviendo, punto
Rogelio, punto
viernes, 20 de julio de 2012
LA FOTOGRAFIA ® cuento nuevo
Emma, puso a esperar con esfuerzo la ansiedad de los últimos días, con su espalda junto al muro frió y oscuro de la casa Fénix Hall.
Atrás, oculta en los fondos, alejada de la señorial exaltación festiva del lugar, cuando adentro todos los dueños y señores de aquella vida refinada y exaltada reían tras el sonido del cristal. Ella esperaba el final de la celebración apretando sus manos, palpando sus faldas, a cada instante comprobando en una mueca obsesiva que su cuerpo aun permaneciera vestido, a pesar de esa comprobación, su piel hacia contacto con el aire de la noche como en la más plena desnudes.
En el principio de todo, ella había sido confiada como las demás lavanderas por la amabilidad de ese hombre que solo pidió tomar una imagen del lugar con todas ellas. Con ninguna en particular ahí en los trabajos diarios en los piletones, fregando la ropa mugrienta y dura de los mineros.
Emma no entendió nada de aquello que el fotógrafo dijo, solo sabia que con su trabajo, aquel a que el desconocido se refería, como una habilidad exótica, ella se ganaba su única oportunidad de mantener sus polleras bajas y en su lugar en un pueblo donde los cuerpos jóvenes y bien llevados no se salvaban de los arrebatos de los dueños de las minas. Emma defendía su cuerpo mulato y su orgullo en los públicos piletones de la lavandería, inmersa en un trabajo que la ocupaba de tal manera que apenas si ella existía para la vida del pueblo. Pensaba en aquel hombre que apareció con ese gran aparato y quedo prendado de su imagen como absorto, deslumbrado la observo desprevenida en un gesto de ángel redentor estrujando su tarea y mojando irremediablemente sus ropas, su cabello cayendo sobre la espuma gris del pileton y su escote exaltado revelándose sobre su ropa mojada.
Ese debió ser el instante en que ese hombre la sustrajo incauta y desnuda de toda prevención en ese momento de su vida, ese instante de desatención era lo que la remordía como a una niña avergonzada cuando le dijeron que su fotografía estaba expuesta en el Fénix.
Recordaba que la lavandería quedo repentinamente en un silencio abrupto. El desconocido observador, había tenido un hallazgo, esa mujer que el ignoraba como la tímida Emma, quien defendía su dignidad de mujer en aquel lugar que solo engullía sexo y alcohol. Ella sobresalía en el relieve de ese retablo de sucio trabajo, como una pieza esculpida en una piedra de textura mestiza de una belleza única. Para el fotógrafo que había pasado el día retratando la huella brutal del trabajo en las miradas de aquellos rostros atentos solo al misterio de aquel aparato, aquel encuentro había sido revelador, aquella imagen de esa mujer laboreando abstraída, perdida en sus pensamientos, con solo algunos gestos de un continuar que no la perturbaba, ausente, bellamente perdida en ella.
Aquello fue como una revelación para el fotógrafo, y cuando ella levanto la mirada para ver al intruso que la observaba, el fotógrafo palideció perplejo ante esa imagen salida de todo el misterio. Aquellos ojos contaban el resto de lo que esa fotografía tomada ya no podría expresar, la sorpresa de lo incauto. Al fin la noche se diluyo y la gala fotográfica quedo desabitada, solo en una trastienda los rumores de la limpieza se iban apagando apresurados. Emma dejo las sombras de los muros, entro ascendiendo los dos escalones en el pórtico del Fénix, busco con sus pasos descalzos entre esos planos sepia exhibidos sobre atriles de madera, la sala escasamente iluminada permitía ver aquel circular cruce de miradas fijas, observo ansiosa entre las imágenes de multitudes de hombres y mujeres desatentos de lo que nunca verían, sus propios rostros tiznados por la mugre y el cansancio. Reconoció a casi todos, sorprendida por su fealdad arrebata, así sin pudor alguno. Casi todos tenían sus labios inferiores caídos antes del destello del magnesio, después en un brevísimo tiempo rechazarían esa agresión apretando los ojos. Pero el instante en que su verdadera expresión de cómo mirar al mundo, ese momento de inocente espera de lo que vendría, ya estaba capturada en el tiempo y para siempre adentro de aquella extraña maquina.
Emma Luhem, la mulata descalza recorría con temor de ser descubierta por alguien, aquella multitud de miradas que la seguían, todas esas personas ahí quietas y congeladas en sus gestos eran a su vez, parte de curiosas necesidades de otra gente, la pudiente, de otra clase, que ya había abandonado el lugar. La exhibición había terminado. La noche descendía rápidamente y Emma quería encontrar y ver el robo de su imagen, le urgía ver su descuido, su ingenua aptitud expuesta ante la mirada de todos, recordaba que el hombre entro el pesado aparato a la lavandería, pero nunca imagino que era a ella a quien estaba mirando, el hombre alto y de educados modales siempre dirigió su mirada al lado opuesto a donde ella se hallaba fregando enérgicamente en un alo vaporoso apretada en un rincón del piletón. Después el fotógrafo intento algunas bromas con las demás lavanderas, Emma ahora creía que habían sido actuadas maniobras para sorprenderla a ella, después de un largo rato el hombre al fin se fue, su tarea continuo en los lodazales frente a las cantinas repletas de gente, donde los mineros suelen beber sosteniéndose en sus mulas. Ahí paso el resto del día, sorprendiendo las miradas vidriosas del alcohol malo, ojos eléctricos como estallidos de luz, emergidos de esas sombras oscuras del carbón de la mina.
Denis Cooper fumo su primer cigarrillo con la repetida visión de todas las mañanas. El humo de su tabaco y el vapor de los químicos del revelado ondulaban por sobre el vidrio negativo, hasta que su ultimo trabajo se hacia imagen desde esa oscura abstracción. Primero aparecían los ojos saliendo de la noche humo de los negativos, después relucía el cromo brillante de las lámparas de carburo que los mineros usaban sobre la frente para ver adentro de la mina. Por ultimo los rasgos del rigor y carácter de sus fotografiados se dibujaban hasta fijarse en el papel. Denis esperaba aquellas apariciones mirando el espacio opacado por el humo de su cigarrillo, apenas traspasado por la luz. El día comenzaba desde la ventana y el rumor del pueblo subía hasta su cuarto en voces de metales y gritos de apuro.
Los mejores comentarios de la noche anterior volvieron a su memoria, la fotografía destacada esa noche fue la de esa mujer “¿Como se llamaba, la lavandera…. Emma, la bella morena?” si, su imagen impresiono a todos y en particular a las propias damas presentes, muy preocupadas en distinguir lo lejos que ellas estaban de la miseria de la fotografiada, de su pobreza despojada, de su resignado estigma que en ella creían ver, aunque su belleza las broto de una desatención repentina a su condición. Puso en cada una de estas señoras un brillo de la más pura envidia, celo a su mirada clavada en el aplomo, despreocupada de este mundo, a pesar de sus ojos estar ocultos en la sombras de sus parpados Emma se les ocurría inmersa en los mas dulces pensamientos. Tan incomodas se hallaban por aquel gesto de dominio de los propios sueños y deseos, que no pudieron dejar de verla como la afirmación de lo que ellas mismas no eran. Las manos de la mulata representaban otra incomodidad para aquellas señoras acomodadas y rancias del sur, surgían de la espuma como una joya de la mas refinada orfebrería, era esa fuerza concentrada en aquel núcleo, la propia imagen de la seguridad de si misma aparecida en aquella raíz expuesta en el vapor del agua para lavar. Una energía única emergía en la maraña de esas manos brotando de rubor a las inseguras damas, cuyo temor a los peligros externos incluía las brisas más inocentes de la primavera. Esas mujeres apañadas hasta en la ignorancia del mundo que las rodeaba, trascurrían los días de sus vidas en un mero estar contemplativo, sin la menor sensación del placer o pasión por nada. No podían dejar de contemplar a Emma como la posesión de todos esos sentidos, juntos dentro de una mujer. Recorrían la caída de su cabello en dirección a sus pechos firmes y exultantes. Sin corsé ni artificio alguno querían escaparse, huir de la blusa mojada con sus pezones como dos medallones chinos grabados en relieve sobre sus senos. No podían creer estas mujeres que la belleza se podía expresar de esa manera en los rincones mas prohibidos del cuerpo. Sus miradas encendidas por una in disimulable admiración se detenían en la contemplación por esas armas del mas puro deseo, las imaginaban frente a las lascivas miradas de sus hombres, las sonrojaba. Era obvio presuponer que ninguna de ellas pudo evitar aquella noche, pensar en sus propios senos, tan ajenos, tan poco apetecibles para sus hombres, tan entupidamente dotados de una vergonzosa postura de delicadeza.
La observación que Denis tubo una vez mas, era la misma que se habían repetido en todas las noches de exposición. Las señoras inquietas buscaban en aquellas veladas, volver a ver la fotografía de Emma una y otra vez. El fotógrafo encontró que la mirada de los hombres, de una aparente indiferencia, pensaba en sus deducciones: para que molestarse en ver lo que ya se conoce. Dirían, estaba seguro por haberlos escuchado en ocasiones, que ellos daban como ley que quien conocía a una negra las conocía a todas. Entonces ¿para que? Ponerse en evidencia. Advirtió que todos ellos buscaban guardar las formas más conspicuas de su decencia. La verdad era conocida a pesar de pretender su secreto, no había señor de la región que no gustara revolcarse en las polleras de aquellas mujeres. Pero Emma se defendía con valentía de aquella pretensión, y en varias ocasiones estuvo al borde de ser azotada, sin embargo nadie había puesto sus manos sobre ella, bien refugiada en el aroma amoniaco de los jabones que la impregnaban en su tarea de remover la roña en la ropa. Emma nunca pudo recuperar aquel robo de su distracción.
El Fénix hall volvió a sus veladas de piano y a las frívolas tertulias a la hora del te. Las fotografías viajaron a Nueva York junto a Denis Cooper y su prestigio respaldado por el éxito en el sur, después con el transcurrir del tiempo, nadie recordó aquella mirada por sobre la vida de aquella gente del sur, salvo Emma que alguna vez confeso no ser la misma mujer después de ese momento que le arrebataron, para ella, de algo la habían despojado, ya no era la misma. Aquellas manos de escultural belleza se deformaron en puños crispados que descansaron para siempre en su regazo entrelazadas en una raíz abandonada. Emma ya no levanto más sus parpados y alguien que en ocasiones la espiaba vio sus ojos turbios inundados en lágrimas. Su cuerpo encorvado y prematuro de vejez, no salio nunca de su pobre habitación en la pensión Lucille donde un miserable retiro otorgado la rescataba de la intemperie y de los piletones de amoniaco. Así permaneció el lapso breve de su vida, en un tiempo que tornaba como un huracán desatado por las calles, en ese vértigo de una modernidad que ella no conoció, cuando se apago quieta, Emma Luhem.
La niebla descendió lenta por la ventilación en el abovedado refugio del metro, Manhattan dormía su isla sobre el techo de Bárbara, perdida en aquella borrasca que chorreaba sobre su distraído pensamiento. Esos andenes abandonados eran la otra ciudad con vida, el margen de muchos que sobrevivían aquel rugir que bajaba, a cualquier hora que fuera, siempre rugía feroz. Bárbara soñaba que cuando el sol apareciera por la ventilación, seria otro día mas que podría deparar algo diferente en su vida, todavía no había sido traspasada por la apatía que caracterizaba a los habitantes subterráneos, aun guardaba destellos de sueños entre las bolsas de basura donde la ciudad de arriba expulsaba sus aburrimientos y sus abandonos.
El tren de los residuos pasaba en la madrugada y se llevaba sin retorno aquellos pedazos de vida definitivamente al olvido. Bárbara hurgaba apurada la búsqueda en aquellos abandonos, algún indicio de otro modo de vida que se escape de esa oscura ciudad subterránea, buscaba un afecto desconocido que por un casual descuido guarde un recuerdo para alguien, una señal dirigida, enviada premeditadamente a una espera. Un viejo saco manchado o descocido ella lo vería como una respuesta a una atención, a una suplica de alguien aturdido por el frió. Una muñeca rota y descolorida era un recuerdo de brazos calientes arrullando un juguete y a la vez también afecto arrullando recíprocamente una vida. Quizás por estas razones Bárbara no dejaba de observar las cosas más allá de ellas mismas, por haber pasado parte de su vida imaginando la mirada única y enigmática de una bella negra en los viejos retratos ocultos en el desván de un desaparecido fotógrafo de Nueva York. Una vieja caja de cuero contenía aquella galería de miradas y asombros que Bárbara había rescatado en las demoliciones del barrio oeste. La fotografía titulada “Emma soñando” permanecía cada noche apoyada en las paredes de los andenes y a su alrededor Bárbara cada noche entre velas, frases de blues y desvaríos religiosos de heroína, era acompañada por gente subterránea que como ella esperaba la revelación de aquella mirada llena de paz.
Muchos que peregrinaron desde la ciudad hasta aquellos túneles aseguraron que esos ojos los miraron por unos segundos, levantaron sus parpados caídos y suplicaron húmedos de lágrimas de miedo que la devuelvan a su tiempo, al instante anterior inmediato al robo de su vida, el exacto tiempo que a ella le pertenecía.
martes, 24 de enero de 2012
EL ESCUCHADOR - 1º premio 2011. Certamen "Leo, Luego Escribo" - DAS. Congreso de la Nación - ARGENTINA.
Tomás se quedó pensando todo el ocaso de ese día. Larga y extendida aquella luz se retrasaba dándole tiempo a sus reflexiones y lejanía infinita al horizonte del gran salar. Hubo también un sórdido bochorno anunciador de una tormenta grande, pero aquel presagio finalmente no se derramó, y ese aire predispuso más aun al hombre hacia la introspección, después ensayó algunas preguntas de lo que parecían razones, mirándose las manos como si en esa callosidad áspera estuviera el reflejo de alguna certeza. “¿Por qué alguien querría saber la vida o el correr del tiempo de un hombre simple y desconocido, común, casi imperceptible aquí en la puna?” Tomás conocía el bajo relieve tácito que anidaba en el inconsciente de su clase, desde la primera hora, desde las primeras preguntas, eran más que sobreentendidos aquellos pasos por la vida. Transparentes bajo la superficie del suelo, como hundidos en una tierra que sucumbía a su propio peso. Después, entendiendo su origen, y transcurridos los años sabría que aquella sensación se llamaba pobreza. En tanto el andar de los demás era otro, era por sobre esa línea. Quien más tenia, podía transitar sobre el nivel de la vida, por sobre la superficie. El y su gente, desheredados de todo, como predestinados por otra suerte, subsistían en cíclica espera, agazapados en el silencio, chupando sus acullicos de coca, siempre atentos a la señal del patrón dueño de las cabras, dueño de la sal, dueño de la tierra. Siempre esperando acuclillados en silencio, coqueando para ahuyentar el hambre. –Mire señor. Podría olvidar esto que habita en mí como un mandato y mañana mismo cometer un crimen artero e inesperado por todos, una venganza a esta vida ¡Sí que podría, seguro que sí! Pero creo que causaría más daño a quienes como yo, poseen también este legado de quietud. Provocaría en ellos más confusión aun, más silencio y más perplejidad que a las propias víctimas de este crimen. Y es porque su espíritu está por debajo de la sublevación, de la ira. Ser olvidado lo hace a uno olvidarse de sí mismo, créame. Estoy aquí, en la misma inmensidad donde nací, apenas a unos kilómetros de ese descuido que creó el paraje llamado “Pozo Colorado”. Si puedo leer y escribir es gracias a un maestro boliviano, escapado de persecuciones difusas en el cincuenta y dos, él me enseño en la rutina ociosa de los corrales. Y es solo ésta mi experiencia con el mundo, apenas imaginar algunos lugares escritos en pocos libros por la virtud de algunos hombres. Después supe de la alegría de compartir estas lecturas con los changos de la escuelita, fui maestro por necesidad y sin título ni permiso, ahí viajé junto a ellos en aventuras lejanas, a otros paisajes y en los conocimientos de la naturaleza y el hombre. Abrumados del desconocer, perplejos ellos soportaban la impotencia de no poder vivir esas historias por saberse desde nacidos, sólidos como la roca del paraje, sólidos en ella, parte de esos cerros. Aquí aprendemos el silencio como única verdad y el mundo se entiende como acontece, así inmutable viene y así lo vivimos. Nuestro alimento prematuro comprende el comprender o no las cosas. Aprendí leyéndole a los changos que entender una historia o simplemente interpretar un relato no dependía de su atención o voluntad sino del tamaño de sus vientres, y esta medida la da el hambre; a más grande la panza menos es lo que comen. A quienes miraban con la carita hundida y el vientre prominente, a veces en vano se lo trataba de desviar de una idea material, tangible y cotidiana que significaba la idea de comer. Ahí es donde uno se pregunta si el silencio es un buen legado de esta raza, uno quisiera gritar, o matar a alguien como ya le conté, pero parece que estamos para contemplar, para recibir la suerte y aceptarla, venga del viento, venga de la lluvia, de la tierra o simplemente de la propia injusticia de los hombres. Mi experiencia con el mundo y con la vida se resume en esto, qué más le puedo contar. Después anduve por aquí, por allá, trabajando, trabajando por la palabra de que me iban a pagar. Al fin alguien me explotó vilmente, como suele pasar. La cosa es que me pagó dos años de trabajo adeudado con un viejo camión remolque. Pensé que eso cambiaria mi vida y de hecho lo cotidiano se agitó un poco por los caminos, auxiliando y rescatando vehículos empantanados en la cuesta o en la entrada de Jama.Ahí conocí extranjeros como usted y el mundo se hizo más grande, también traté con gente de otras regiones del país, con otra forma de mirar y de hablar ¡pues le diría que demasiado mucho, hablan mucho y no escuchan! pero igual mi universo se expandía a mis ojos y a mi mente. Un día tuve que auxiliar a una camioneta de turismo, se había metido en el salar y el chofer distraído la enterró en una mina de sal. Después llegué yo y traté de sacarla, pero el camión se hundió también hasta los ejes, eso fue terrible, nunca me había pasado, yo era el único auxilio en kilómetros y sentía vergüenza e impotencia de no poder hacer nada. Al fin con el empeño y la ayuda de los mineros que estaban cerca pudimos sacar la camioneta, pero el camión era demasiado pesado y quedó enterrado, manchando el blanco salar, inclinado, como derrumbado de muerte, con la pluma de hierro señalando al cielo. Pasé ese día y varios más esperando el tractor que nunca llegaría desde la empresa de caminos, y así me fui quedando. Los mineros me prestaron unos lentes negros para soportar aquella reververancia extrema de la sal, compartieron su comida y me acogieron en su imperio de luz y silencio. Esa llanura de un blanco alcalino arde los ojos aunque uno mire para el suelo, que es de sal y se enciende con la misma furia del sol, se parece a la nada, si hubiera una forma de representarla. Hay horas en el salar que no tienen suelo ni cielo, es necesario cada tanto ponerse las manos delante de los ojos para saber que uno es presencia y no un ánima bobeando por ahí. El hombre de esta región se acostumbra a todo y asume una obediencia casi religiosa a las fuerzas de los elementos como una devoción desmesurada, aquí los hombres purgan culpas que no son, en el azote extremo de la naturaleza. A mí me aceptaron entre ellos porque en las noches les cuento historias que recuerdo de los libros. Esta gente casi ni habla, el silencio se corresponde con la inmensidad del blanco y la monocorde rutina. Los cruces elementales del trato están sobrentendidos por ser siempre los mismos y repetirse cotidianamente. Conmigo hubo un trato de apenas pocas palabras. Yo ayudaba a traer las provisiones de la orilla del salar y por las noches les contaba un pedacito de un mundo que no conocían. A cambio, un poco de comida y su acogedor silencio sin preguntas. Así me quedé y eché amistad con esta vida. Ahora usted me pregunta por una virtud o don que dicen que poseo y yo no sé qué contestarle, porque no entiendo por qué hablo cuando duermo ni por qué digo las cosas raras que digo dormido. Hace poco alguien de la capital, un viajero, pasó dos noches en la casa de sal y pudo escucharme, aseguró que eran simples mensajes de texto de los teléfonos celulares. Ni yo ni mis compañeros entendimos nada cuando nos contó esto por la mañana. Este universitario que estudiaba física sospechaba nada más que era una costumbre algo neurótica en mí, él pensaba que yo repetía como un loro cosas que escuchaba de los turistas, simples mensajes, como una forma de combatir el silencio entre sueños. Después este joven se fue, despidiéndose con una mirada piadosa como si dejara en mí un elegido seguro por una locura obsesiva. Luego estuvo entre nosotros un hombre que compartió los relatos de la noche, él también sumó una historia de contrabandistas en una región remota que nos sumió a todos en una ensoñación agradable. Se quedó varios días en el campamento durmiendo en la casa de sal y junto a los mineros me escuchó, le juro que no puedo creer las barbaridades que dicen que dije. El hombre me habló de grados, latitudes, de coordenadas y de lo que parecían datos geográficos, después decía simplemente que extrañaba a fulana y que la amaba, que no se olvide de mí, seguido a eso cambiaba mi voz y advertía algo así como: su saldo se está por agotar renueve ya su crédito telefónico, mi voz otra vez se tornaba retórica de acuerdo al relato del hombre. Los mineros me miraban y asentían con la cabeza. Yo decía algo sobre un movimiento migratorio sospechoso, posible célula de actividad política desplazándose al sur, en las yungas jujeñas en el límite oriental. El desierto de Atacama registra actividad subterránea en las capas medias. Juan te olvidaste del perro, está muerto de hambre, Amelia. Irak, manzana dieciséis cuadro ocho de Bagdad sur, desplazamiento enemigo a la espera de órdenes, objetivo en el blanco. - Tomás, usted está afectado por una señal satelital que por algún motivo y no sé de qué manera se comunica con usted. El hombre me dijo esto por la mañana del día que se fue. Yo seguía sin entender hasta que de a poco empecé a hablar estas cosas despierto, a cualquier hora, en cualquier momento. Entonces ahí sí que me asusté, pensé que me estaba volviendo loco, que ese tiempo trascurrido en esa monótona llanura me había trastornado el juicio, yo no sabia nada de ese lenguaje que hablaba, entendía las palabras pero no los mensajes. A pesar de todo pude tranquilizarme e ir acostumbrándome, aunque comencé sin desearlo a ser una rareza para los demás, porque dicen que lo que digo se puede comprobar en cada detalle. Llegó gente con computadoras y constataron que yo decía en sueños aquello que acontecía en la realidad; como el incendio forestal en Finlandia que anuncié una noche a las tres de la madrugada y comprobaron que a las tres y cuatro minutos hora argentina, el satélite comenzó a enviar una alarma con los mismos datos y ubicación de mi relato. Mire, no sé que pasó, porque lo que dicen los que saben yo no lo entiendo y le aseguro que a quienes tenemos las sensaciones primarias de la vida, como la mayoría del pobrerío de esta región, no nos es fácil entender estos mensajes que sobrevuelan por las alturas. Ya le expliqué de nuestro silencio, apenas si nos animamos a preguntar sobre lo que no conocemos, imagínese usted que hasta miedo nos provoca. Los únicos que sacaron algo en claro fueron ellos, quienes vinieron con las computadoras y me requisaron para ver si me encontraban algún “equipo de recepción” Para nosotros no cambió mucho, salvo que yo lo vivo como una intromisión en la vida en común con mis compañeros, cada vez son más los mensajes que digo y todos sin entender casi nada de lo que significan, solo advertimos que además de ser cada vez más frecuentes, parecen tener un carácter angustiante, algunos parecen pedidos de ayuda y mencionan desastres cada vez más graves. Yo solo le puedo decir que mi vida está ahora atravesada por los mensajes de los hombres de un mundo moderno que no comprendo del todo, solo sé que me pusieron esta pulsera a través de la que ellos dicen también escuchar. Y lo que más me molesta es que en lo mejor de una historia donde se reencuentran los perdidos o el desamor se olvida y la vida sigue y se hace otra vez maravillosa, un urgente mensaje remoto interrumpe desde la distancia extrema, alguien denuncia una catástrofe. El fuego se come los bosques, las guerras estallan por todas partes. Y le digo una cosa, nunca escucho respuestas a esos reclamos, tengo a veces la terrible sensación de que soy el único que las oye, también cuando se las repito a un grupo de mineros ellos perciben lo mismo, angustiados, sin que nadie sepa qué hacer. Ya le conté que nacemos viendo el mundo acontecer, sin decir, sin opinar, quizás por esta razón soy un elegido para escuchar, aunque no entienda y no me guste. Solo le puedo expresar que no puedo adivinar el mundo fuera de este salar, pero sí asegurarle que algo muy grave está pasando ahí afuera. Tomás con su rostro ennegrecido por el sol se sacó los lentes oscuros, secó su frente con el antebrazo y se quedó sentado frente a la casa de sal.A un costado, a una veintena de metros una estructura ya casi irreconocible se derramaba en óxido anaranjado sobre la blancura de la sal, como un gran coral rojo emergente. El camión de Tomás se hundía corroído y vencido de muerte rodeado de silencio y sin poder auxiliar a nadie
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